martes, 12 de agosto de 2008

UNITARIOS Y FEDERALES

A unitarios y federales no los separó una polémica teórica por centralismo o descentralismo. Fue una división profunda: dos concepciones antagónicas de la realidad argentina, dos maneras opuestas de sentir la patria. Civilización y Barbarie, dice Sarmiento errónea pero elocuentemente. Los “civilizados” admiraban e imitaban a Europa y servían sus propósitos dominadores; los “bárbaros” descreían de las intenciones de los europeos y defendían obstinadamente a la Argentina. La patria de los unitarios no estuvo en la tierra, ni en la historia, ni en los hombres; era la Libertad, la Humanidad, la Constitución, la Civilización: valores universales. Libertad para pocos, humanidad que no se extendía a los enemigos, constitución destinada a no regir nunca, civilización foránea La patria compatible con el dominio extranjero que encontramos en todas las colonias.

Federal en el habla del pueblo, equivalía a argentino. El grito ¡Viva la Santa Federación! significaba vivar a la Confederación Argentina. La patria era la tierra, los hombres que en ella habitaban, su pasado y su futuro: un sentimiento que no se razonaba, pero por el cual se vivía y se moría. Defender la patria de las apetencias extranjeras era defenderse a sí mismo y a los suyos: conseguir y mantener un bienestar del que están despojados los pueblos sometidos.

Comprender es amar; incomprender es odiar. Unitarios y federales separados tan profundamente formaron dos Argentinas opuestas y enemigas. De allí el drama argentino. Una minoría por el número, pero capacitada por su posición económica y social – una oligarquía en términos políticos – formó el partido unitario. La mayoría popular, el federal. No hubo, en este último, “clase dirigente” que pudiera tomar los destinos de la patria. Faltaba el ingrediente primario; el patriotismo, para construir la Gran Nación por los unitarios. Faltaba la capacidad técnica para formar un elenco, a los federales.

Pero desde 1835 la Confederación Argentina toma aspecto y conciencia de Nación. Las Provincias Unidas de 1816 o la República de Rivadavia en 1826 haba sido un caos de guerras internas, ensayos constitucionales, fracasos exteriores, sometimiento económico, pobreza interior, que llevaron a la disgregación de la patria de 1810. En 1831 las trece provincias que agrupa Rosas en el pacto Federal dejan el instrumento de la nacionalidad; desde 1835, la férrea mano del Restaurador construye la nación, paso a paso, lentamente, llevándose por delante los intereses internos y los apetitos exteriores.

Obra personal, es cierto, porque sólo había un Gran Pueblo y un Gran Jefe, y se carecía de un conjunto de hombres capaces, consagrados y plenamente identificados con su patria para formar un equipo homogéneo. La verdad es que la poderosa personalidad del Restaurador y su enorme capacidad de trabajo eran toda la “administración” en la Argentina de 1835 a 1852.
Un gran pueblo y un gran jefe no bastan para consolidar una gran política. Pero Rosas no podía sacar de la nada una clase dirigente con sentido patriótico. Por eso fue derrotado.

Por la Confederación Argentina, por el pueblo federal, por el sistema americano, jugó Rosas su fama, fortuna y honra, aún sabiendo que habría de perderlas. Las perdió, como necesariamente tenía que ocurrir. “Creo haber llenado mi deber – escribió la tarde de Caseros con absoluta tranquilidad de conciencia –, si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, es que más no hemos podido”. La Argentina no pudo cumplir su destino en 1852. Y no lo podrá mientras no eduque una clase directora con conciencia de su posición. Los hombres providenciales serán relámpagos en su noche.

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